por J. Alberto Mariñas
Abril, 2013
Si te asomas a los acontecimientos del Vietnam del Siglo XX no te queda más remedio que pensar que la fácil sonrisa que tan a menudo muestran los habitantes del país, no es más que la expresión de júbilo por haberse alejado de una de las etapas más negras de su historia.
Dominados primero por chinos y japoneses, en guerra luego con franceses y norteamericanos, los episodios bélicos del dragón azul no se terminaron con la paz de París de 1973. Eso fue sólo el punto y seguido para iniciar la guerra civil de Norte contra Sur y, finalmente, otra conflagración con los jemeres rojos de Camboya. Hoy, viven en paz.
Después de tanta muerte y destrucción, los primeros años del presente siglo ven a Vietnam despegar como país en desarrollo con un régimen comunista absolutamente pragmático capaz de convertirse en aliado de su antiguo enemigo los Estados Unidos y donde el visitante sólo encuentra los rastros del partido en las banderas rojas que adornan edificios y plazas. El resto es el latir bullicioso en las ciudades, más pausado en los campos y el delta, de una población que se afana por tejer un día a día posibilista, cargado de trabajo y de lucha por la vida en una nación que está escribiendo su futuro.
Creo que lo bonito de Vietnam es Vietnam. Ni su arquitectura, ni sus tesoros, ni ningún resto histórico llaman tanto la atención como su conjunto. Es como esas personas cuya imagen cautiva por más que nos resulta imposible resaltar sus ojos, su boca o su perfil. Pero son bellas.
Por lo general, la arquitectura en el sureste asiático es efímera, como la pasión que siente la madera por el fuego. Quizás por eso tanto Ha Noi como Ho Chi Minh (aún uno de sus barrios se llama Saigón) son ciudades totalmente asiáticas cuyos hitos arquitectónicos tienen, sin embargo, acento francés.
Hay excepciones. Me llama la atención un santuario recoleto de advocación tan inusual como culta, el Templo de la Literatura. En realidad se repite a lo largo del país y muestra el amor de este pueblo por la cultura y la filosofía confucionista. Hoy los estudiantes acuden a él con sus mejores galas para celebrar la graduación y hacerse fotos junto a los ideogramas y las estelas que han convertido en memoria pétrea la sabiduría de quienes les precedieron en las letras.
La vida en las ciudades circula en moto. Pequeñas y cargadas -cinco pasajeros no es un número inverosímil- parecen haber descubierto la esencia del perpetuum mobile. Nunca paran y el peatón ha de respirar hondo y aventurar su paso en medio del enjambre zumbante para atravesar la calle. La calle, por cierto, no es el escenario de un tránsito sino el escaparate de la vida. Allí se compra, se vende, se come, se dormita, se departe en tertulia o se baña a los niños y, cuando llega la noche, desde la calle se contempla el interior de las viviendas y sus habitantes que tienen muy poco que ocultar.
Hay otras realidades claro. Está el campo y las tribus del norte, que no he tenido la oportunidad de conocer, y está el centro del país con su antigua capital imperial Hue. La verdad es que para hablar del imperio vietnamita hay que aprender a disociar el concepto de sus atributos de extensión y poderío.
La última dinastía, los Nguyen, apenas si tuvieron por poco tiempo dominio sobre su propio país, antes de que las potencias extranjeras los convirtieran en títeres. Su ciudad imperial remeda con modestia la pekinesa y aún así fuego y guerras han hecho que la nostalgia predomine sobre las vistas. Hoy la ciudad imperial pertenece más al futuro de la reconstrucción que a la vigencia de los restos.
Mucho más tangibles son los mausoleos que los sucesivos monarcas Nguyen hicieron levantar partir de 1843. Se construyeron con rapidez y materiales modestos, ladrillo, cerámica, hormigón… y seguramente su lejanía de la ciudad ha ayudado a su conservación, eso sí, embellecida con la pátina de la decrepitud.
Más al sur, el Mekong levanta ecos de leyenda cuando se convierte en delta y miles de bifurcaciones y canales irrigan la vida en unas orillas fértiles en poblaciones y rosarios de viviendas. En esta parte del país la moto se torna en frágil embarcación de borda a ras de agua que unas veces se maneja con motor y otras con remos cruzados pero siempre de pié.
Toda la vida en el delta es un espectáculo colorido pero, sin duda, los mercados flotantes cincelan en las pupilas las imágenes más espectaculares para el occidental. Barcos medianos y pequeños con barqueros que venden o compran. Los vendedores izan pértigas y cuelgan de ellas una muestra de su producto: una piña, una calabaza, cebollas… es la publicidad informativa en estado puro y primigenio. Los compradores en sus pequeñas barquillas no tienen más que estirar el cuello para localizar el producto que buscan y bogar hasta el barco que lo transporta… todo un espectáculo tan cotidiano como bello.
He querido dejar para el final una mención a la bahía de Ha Long, un espectáculo natural de de belleza singular, un hito geográfico para caracterizar un país. Miles de islas pétreas erizan un mar tranquilo pero lleno de formas inquietantes. Son como las crestas de un inmenso dragón durmiente bajo la superficie.
Este paisaje podría ser la cuna de la filosofía porque en su contemplación se halla la infinitud y la pequeñez, lo individual y el conjunto, la cercanía y la distancia, la mismidad y la semejanza, lo relativo y lo absoluto.
Los centenares de barcos que lo transitan se afanan por llenar de actividades la jornada, pero éstas sólo sirven para distraer de la incomparable y cambiante belleza que te rodea. Por si el espectáculo exterior fuera poco, muchas de estas catedrales calcáreas custodian en su interior increíbles paisajes telúricos enjoyados con estalactitas y estalagmitas cuya visita no falta en el programa del día.
Ho Chi Minh, el padre de la patria vietnamita, dijo un día que “mientras existan ríos y montañas, mientras queden hombres, vencido el agresor, construiremos un Vietnam diez veces más hermoso”. Cuarenta años después su cálculo se ha demostrado corto.
Hoy Hanoi, ayer Saigón
Son tantas que se diría que los verdaderos habitantes de Hanoi son las motos que la transitan incansablemente día y noche, pero no, hay mucho más en esta ciudad que un día fue Saigón.
Bahía de Ha-Long
Como las crestas de un dragón a medias sumergido en el mar, así son las escarpadas montañas de roca que emergen en las aguas de la Bahía de Ha Long. Un paisaje real que parece sacado de un comic de fantasía.
En el Delta
Hue y la ciudad imperial
Personas, mercados y templos
J. Alberto Mariñas
(prohibida la reproducción de textos y fotos sin autorización expresa)
April 21, 2013
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