por J. Alberto Mariñas
Hipnótica, hermosa, sagrada para muchos… Benarés es una ciudad de recuerdo imborrable y una experiencia incluso demasiado intensa para algunos. Se puede escribir mucho de su historia y de sus mitos, de su gran Universidad o de algunos templos, pero nada de lo que se diga en ese aspecto tiene que ver con el torrente de emociones que la ciudad provoca cuando uno se detiene allí y se dedica a observar cómo la vida y la muerte transitan por ella como el Ganges, sosegadamente y sin parar.
Antes de encaminarse a Benarés hay que tomar una decisión importante: reservar en un hotel de corte occidental, convenientemente alejado del río, u optar por una inmersión en la esencia misma de la ciudad y alquilar una habitación en una de los cientos de casas de huéspedes con vistas a la colorida y febril actividad que discurre por el Ganges.
La mayoría de estas últimas están ocupadas por peregrinos que acuden a Benarés para ganar una transición rápida por el ciclo de reencarnaciones que los hinduistas creen que sucede tras la muerte. Sus precios, por tanto, son más acordes con las posibilidades locales que con los estándares europeos. Sus instalaciones, también. Y algunas de las diferencias comienzan a apreciarse incluso antes de llegar a ellas, cuando el viajero se ve obligado a descender del taxi no a la puerta de la “guest house” sino en el punto más próximo hasta donde los vehículos a motor son capaces de llegar.
Todo el dédalo de calles que se arraciman junto a la parte alta de la orilla, justo donde comienzan las escalinatas de los gaths que permiten descender hasta el río, están pensados para el tránsito de personas a pie pero su anchura no permite siquiera la circulación de los modestos motocarros que, bien como taxis bien como vehículos de carga, atestan la ciudad.
Estas callejas son intrincadas y plagadas de comercio. Desde tiendas a pie de calle o en puestecillos sobre el suelo, se ofrece de todo al transeúnte no sólo bebidas o modestos productos de huerta sino también sedas e instrumentos musicales. Las callecitas están atestadas, personas adultas compran o van de un lado para otro, algunos niños juegan y corretean, y aquí y allá perros y vacas se apoderan de un espacio para observar ajenos el bullicio alrededor. En esas vías que discurren por detrás del río, gran parte de los muros que no se abren al exterior como tiendas encierran telares que ocupan totalmente la habitación que los cobija, donde niños musulmanes, sin más luz que la natural, dejan atrapada su infancia en la urdimbre de la seda que tejen incansablemente.
Al bajar del taxi, por unas monedas, alguien se ofrecerá a llevar nuestras maletas y, lo que es más importante, nos ayudará a localizar nuestro destino entre el laberinto de callejas. Acabamos de entrar en contacto con Benarés, colorido, sobrecogedor, lleno de miseria y de esperanzas en el más allá.
Habitación con vistas
Después de esta toma de contacto, cuando desde el interior de los alojamientos de primera línea se divisa el río y toda la vida que bulle a su alrededor, se tiene la impresión de que acabamos de caminar entre las bambalinas de una gran teatro y es ahora cuando tenemos delante la visión del escenario. Desde el alba hasta el anochecer, aún antes y aún después, todo lo que atrae a los hinduistas de su Kashi, antiguo nombre de Benarés, está allí, en la orilla occidental del río: templos, yoghis, sadhus, gurús, brahmanes, comerciantes, barqueros y piras funerarias que durante todo el día transforman en cenizas a quienes han tenido la dicha de morir en la ciudad más santa.
No importa si se es creyente o no, visitar las orillas del Ganges en Benarés conlleva una experiencia mística. Hay que empezar a vivirla antes del amanecer. La salida del sol desde la otra orilla nos debe encontrar ya a bordo de un bote a remos que silenciosa y cadenciosamente transite por el río para ver como la interminable sucesión de escalinatas y gaths va despertando al día.
Aún antes de que el sol las ilumine, hay en las orillas gente trabajando, son los lavanderos. De pié, hundidos en el agua hasta las rodillas alzan y giran las prendas por encima de sus cabezas para luego golpearlas con fuerza una y otra vez contra una piedra. Hay también personas que confeccionan con excrementos de vaca tortas para alimentar el fuego, hombres practicando yoga y empiezan a llegar los fieles que concentradamente, con la mirada perdida en el infinito, vierten agua sobre sus cabezas, enjuagan su boca con el agua del río y se sumergen finalmente en él.
En esos momentos, el viajero siente un escalofrío que nada tiene que ver con la sensación térmica del agua. Cuando ésta se observa de cerca se ve la suciedad blanquecina y espumosa que la cubre. Esa suciedad parece carecer de significado para quienes acuden al río a lavar su ropa, su cuerpo, su boca o su espíritu, para quienes allí pescan o para los niños que conforme avanza la mañana conducen hasta la misma orilla a sus bueyes para que compartan el agua con los peregrinos, los artesanos y los fieles. Ante la inevitable expresión de horror que se refleja en nuestros rostros, Gupta, nuestro barquero, trata de darnos la clave: “Sí, el agua está sucia, pero hay que dejar a un lado los sentidos”.
Palacios y cremaciones
A lo largo de todo el recorrido por el río, las escalinatas de la orilla occidental están coronadas por decadentes palacios de maharajaes que quisieron demostrar su esplendor, una vez más, construyendo allí opulentas residencias.
Aunque Benarés es una ciudad milenaria – se dice que ha estado habitada sin interrupción por más de 2.500 años – sus palacios no lo son, tienen apenas más de doscientos años porque la historia con sus guerras religiosas se empeñó en borrar los renglones antiguos antes de escribir los nuevos. Hoy, sin maharajaes que los habiten, los palacios afrontan su ruina y prestan sus muros como soporte para rudimentarios anuncios, fundamentalmente de casas de huéspedes, rotulados directamente sobre la pared.
En Benarés hay ochenta gaths. Todos tienen un lingam de Shiva y una pléyade de fieles pero sólo un par de ellos se dedican a las cremaciones: Harishchandra y Manikarnika Gath. Cuando nos acercamos a ellos, el barquero nos previene contra la toma de fotografías. Allí, en cualquier momento del día o de la noche, la gente está incinerando a sus muertos. En Harishchandra Gath el anuncio sobre la pared junto a las piras parece un chiste macabro “Hotel Sonmony, restaurante, internet…”. Contamos una, dos, tres, cuatro… hasta ocho piras simultáneas que revelan otros tantos difuntos consumiéndose en el fuego. Antes han sido introducidos en el río cubiertos por un sudario blanco. Luego se les pone sobre la leña y se espera a que ésta se consuma.
Nuevamente, junto a Manikarnika Gath, el barquero nos da claves para entender la realidad “¿Ven aquel hombre que se asoma a la ventana? Dentro de poco va a morir. Aquel edificio es una pensión sólo para moribundos. Tienen suerte, sus familiares los alojan allí para luego incinerarlos en el Ghat”. Suena sobrecogedor, pero en realidad el objetivo de un hinduista en la vida es no volver a tener otra vida, frenar el ciclo continuo de la reencarnación y llegar al moksha. Por eso los familiares gastan sus escasos recursos en proporcionar una muerte que asegure al difunto el descanso eterno.
Claro que no todos los familiares tienen dinero suficiente para comprar la cantidad de leña necesaria para que un cuerpo quede totalmente reducido a cenizas, por eso, cuando los rescoldos se apagan, buena parte de lo que se lanza a las aguas del Ganges no son cenizas sino chamuscados huesos, esternones de hombre o pelvis de mujer, que tardan mucho en arder.
Tampoco todos los cadáveres pasan por el fuego antes de ser depositados en el Ganges. No se incinera a los niños, ni a las mujeres embarazadas, ni a quienes han muerto por la mordedura de una serpiente… estos cadáveres se embarcan en un bote que los deja hundirse en el centro del río, atados a una piedra que los mantendrá en el fondo hasta que las cuerdas se pudran.
Un mosaico multicolor
La muerte ocupa un lugar importante en Benarés, pero no todo es muerte. Cada día acuden a bañarse en el río unas 60.000 personas. En realidad, la peregrinación a éste y otros destinos sagrados constituye el mayor flujo de turismo interior de la India. Fruto de ello, cuando el sol se encuentra un poco más alto, las escalinatas eclosionan en una explosión de color. Miles de hombres y mujeres con saris de vivos tonos se bañan, ellos con desparpajo, ellas púdicamente cubiertas. Son peregrinos y provienen de distintas partes del país, por ello el ojo observador y entrenado puede adivinar en la rica variedad de sus atuendos su lugar de procedencia. Junto al peregrino, hay sacerdotes que cambian bendiciones por unas monedas y merodean también niños y no tan niños tratando de vender guirnaldas de flores naranjas y farolillos de aceite para ser depositados en el río como ofrenda.
En los gaths hay también lavanderos que a esta horas ya secan sus coladas al sol, comerciantes, barberos… se les ve sentados en pequeñas plataformas bajo grandes parasoles. Los sadhu, u hombres sagrados, no necesitan sombrillas cruzan sus piernas en la posición de loto y meditan al sol con su piel renegrida y sus cabelleras recogidas, esperando que algún fiel toque su pie en señal de respeto y les deje unas monedas.
El sol sigue su camino y se hunde en el horizonte, los gaths se iluminan con neones de colores, hay menos abluciones pero más ceremonias con música y altavoces atronantes, el chisporroteo de las piras sigue incesante y estremecedor, los turistas bogan río arriba y abajo mirando hacia las orillas a una realidad que les cuesta entender. Mucho tiempo después, las luces se apagan, los ladridos de los perros reclaman el protagonismo de la noche y sólo el fuego de las piras y el caudal del río prosiguen su camino constante hacia el amanecer. Al día siguiente, al alba, después de un sueño inquietado por ruidos y olores que no nos resultan familiares, miramos nuevamente hacia el Ganges y comprobamos, como si de una revelación se tratase, que el mismo río que arrastra la suciedad y la muerte, refleja la luz hermosa del amanecer.
Alberto Mariñas
(prohibida la reproducción de textos y fotos sin autorización expresa)
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