por J. Alberto Mariñas
Septiembre 2014
Madagascar, la cuarta isla más grande del mundo, algo mayor que la península Ibérica, no es sólo una isla por estar rodeada de agua. En realidad, lo que más separa a este país del resto de África es una evolución propia con una biodiversidad singular de miles de especies únicas, que siguen siendo descubiertas por los científicos cada año, y un día a día de convivencia pacífica entre sus 18 etnias, una realidad muy distinta de la que impera más allá del canal de Mozambique, en el convulso y cercano continente africano.
En 1960, cuando los franceses hicieron las maletas para abandonar el país, habían dejado esbozado un incipiente urbanismo de pequeñas ciudades con bulevares, estaciones de ferrocarril, establecimientos termales, piscinas con trampolín… medio siglo después aquel dibujo de lo que pudo ser languidece sobre las páginas de una historia de abandono y falta de recursos. Las estaciones ya no reciben trenes, las vías sirven para caminar, las piscinas perdieron sus teselas y los bulevares ven pasear la pobreza de habitantes ajenos al pasado y tratando de asegurar el futuro, sacando adelante con esfuerzo el difícil día a día.
Los números son poco elocuentes para dibujar un país pero sirven quizás para enmarcar su retrato. Esperanza de vida 64 años, analfabetismo 35 por ciento, 26% de los niños trabajan, 2% de la población tiene acceso a internet. Es uno de los 10 países más pobres del mundo. Un euro se cambia por 3.200 ariarys y hay monedas de tan sólo 10. Caminando por los mercados de cualquier pueblo entiendes el valor de las cosas al descubrir un puesto que sólo vende botellas de agua desechables…vacías. Cuando no tienes nada, todo, absolutamente todo, adquiere valor.
Una naturaleza en peligro
La imágenes de ríos, cascadas, lémures, camaleones o anfibios que se pueden captar en Madagascar suscitan el espejismo de una isla verde y rica en naturaleza. Lo fue. Plantas endémicas, animales que no existen en ninguna otra parte del planeta, docenas de nuevas especies descubiertas cada año… todo eso es una realidad, pero una realidad constreñida a espacios naturales preservados cuando, en verdad, desde la década de 1970, la isla ha perdido la tercera parte de su cubierta forestal original. Una visión de satélite muestra la crudeza de miles de kilómetros enrojecidos en la planicie central, una vez que la erosión ha dejado al descubierto el suelo arcilloso, como si de una herida sangrante se tratara. Una herida que gotea y enloda las aguas continentales y también los arrecifes de coral.
Esa arcilla es también la materia prima para la fabricación artesanal de ladrillos. Allí donde hay agua, y siempre cerca de carreteras o caminos, hombres, mujeres y niños fabrican ladrillos de barro que primero secan al sol y luego, ordenadamente apilados, forman precarios hornos con una oquedad en su parte inferior donde durante varios días arde la leña hasta que el barro adquiere una quebradiza consistencia. Es la tecnología de la pobreza, igual en África que en Sudamérica o en Asia.
Transitando las carreteras de Madagascar, estas artesanales fábricas de ladrillo surgen una tras otra. También las casas que se construyen con ellos, rojizas, de dos pisos y con la parte superior chamuscada porque en su interior se hace el fuego del hogar sin que exista en él chimenea. En el mejor de los casos, el humo sale al exterior por la ventana y tizna la fachada.
Parques naturales y reservas
A falta de monumentos y restos arqueológicos, el viaje a Madagascar es un viaje de paisaje y de naturaleza y sus 19 parques naturales constituyen un destino privilegiado. Ocupan el 2,4% de la superficie del país y son los santuarios de especies animales y vegetales únicas en el mundo. Hace 165 millones de años Madagascar quedó aislada en medio del mar y desde entonces emprendió el camino de la evolución por una senda propia. Sin duda los lémures son sus celebridades zoológicas. Pequeños primates que se alimentan de frutos, hojas, nueces e insectos y pertenecen a 99 especies y subespecies diferentes que, a día de hoy, aún se están descubriendo. La más pequeña de todas, el nocturno lémur ratón, no fue catalogado por primera vez hasta 2005.
Las visitas a los parques naturales siguen un patrón que se repite en cada uno de ellos. Para recorrerlos es necesario contratar un guía y éste cuenta con un ojeador que le precede y localiza los lugares donde se encuentran las familias de Lémures. Normalmente es en la espesura del bosque, enseñoreados de las copas de los árboles y aparentemente ajenos a la curiosidad que suscitan entre los visitantes que los observan alimentarse de hojas o saltar de rama en rama con una agilidad que hace difícil seguir su acrobacia. Otra veces están próximos al suelo y el turista puede disfrutarlos al máximo sin afrontar el dolor de cuello que produce admirarlos durante mucho tiempo en la altura.
Ser guía en un parque natural requiere una larga formación. “Somos los embajadores de Madagascar para los visitantes del mundo” nos dice un antiguo ranger del parque de Isalo reconvertido en guía. En el parque de Ranomafana otro guía, Theo Rajeriarison, nos explica cómo él y su familia vivían desnudos en esos mismos bosques y se alimentaban de los lémures que cazaban con lanza o cerbatana y los pájaros que atrapaban con liga. La conversión de la zona en parque le llevó a vivir por primera vez en una casa a los seis años y a hacerse guía a los 14. Varios lustros después habla un perfecto inglés aprendido en el trato con las expediciones de científicos americanos que estudian el parque en el Centro ValBio, habiéndose convertido él mismo en un experto en aves, reptiles y anfibios.
Además de los parques naturales, en Madagascar hay abundantes reservas privadas, en algunas de ellas los lémures se han habituado al hombre y, cuando tienen hambre, acuden a comer en la mano los trozos de plátano que se les ofrecen. Los lémures son animales ligeros y esponjosos. Su cuerpo y su cara parecen diseñados por un creador de peluches y producen una gran ternura. Eso no les libra sin embargo de las amenazas. Varias especies están en peligro de extinción y otras se consideran amenazadas. Su mayor enemigo, como suele ocurrir, es el hombre. Por un lado, por la caza de furtivos que los abaten para que sirvan de alimento pero, por otro, y esta amenaza es mucho más grave, debido a los incendios provocados por los agricultores que destruyen su hábitat y los condenan a desaparecer de una zona tras otra.
Ese mismo acoso lo sufren los camaleones. Madagascar es su santuario. Allí vive el 50% de las variedades de camaleones que existe sobre la Tierra. El viajero puede llegar a ver los ejemplares más grandes del mundo de 57 centímetros de longitud, y también los más diminutos, de poco más de 1 centímetro, descubiertos recientemente. Todos son de movimientos extremadamente lentos y titubeantes excepto cuando lanzan su larguísima lengua para atrapar a un insecto, una acción vista y no vista que sólo una cámara de alta velocidad puede captar. Su variedad cromática es extraordinaria y su fragmentada piel colorida recuerda las teselas gaudianas del parque Güel.
Transportes sin medios
Desplazarse por Madagascar no es tarea fácil. La mayoría de las carreteras tienen unas condiciones manifiestamente mejorables, las señales indicadoras son prácticamente inexistentes, la calzadas raramente cuentan con rayas que indiquen la posibilidad o prohibición de un adelantamiento, la policía solo se encuentra próxima a los núcleos de población parando a conductores para que se identifiquen, entreguen sus papeles… y quizás un “petit cadeau”.
El tren es otra historia, una historia de abandono. A día de hoy sólo una línea de tren funciona en el país. Va de Finarantsoa a Manakara y por el camino pasa por algunas localidades que no tienen más acceso que la vía férrea. El único convoy en servicio circula unos días en una dirección otros en la contraria, otros descansa. La duración del recorrido es variable pero, sobre todo, azarosa. El día que nosotros desistimos de cogerlo por el gran retraso en la llegada, acabó tardando 22 horas en completar los 170 kilómetros de trayecto. Una duración excepcional porque normalmente sólo emplea entre 8 y 16 horas.
Como ocurre en otra gran isla, Cuba, también aquí el parque automovilístico tiene el sabor añejo del mejor ron. En la misma capital, Antananarivo, o en cualquier ciudad o pueblo es posible ver flamantes Citroën 2CV, el famoso dos caballos, o Renault 4 o cualquier otro modelo que nos conduce a los confines de la memoria de quienes peinamos canas o queda fuera de los límites para los menores de cuarenta. Con todo, no son los taxis el transporte más popular sino el pousse-pousse un vehículo ligero de dos ruedas que se desplaza por tracción humana.
En Japón se llaman Rickshaws y son tan turísticos como los coches de caballos en Sevilla, pero aquí cubren las necesidades del día a día. Lo mismo desplazan una persona sola que a una madre con varios hijos o cargan atravesada en sus palos una motocicleta averiada mientras el infortunado motorista se acomoda como pasajero. Los frágiles conductores de pousse-pousse, generalmente descalzos, parecen poder con todo. Por si quedara alguna duda y surgiera el escrúpulo de lo políticamente correcto la inscripción sobre uno de estos vehículos debería poner las cosas en su lugar: Quand je pousse mes enfants mangent, cuando yo empujo mis hijos comen. Estamos en un país pobre. Vivir no es fácil.
También las varambas tienen que ver con el esfuerzo físico. Son carritos planos de madera con algún sistema de guía que les permite dirigir la marcha. Gracias al señor Newton y su fuerza de la gravedad solo hay que empujar las varambas cuesta arriba y en llano porque cuando hay pendiente el conductor y su carga se lanzan a tumba abierta y apuran hasta el último metro la inercia ganada en el desnivel antes de bajarse y volver a empujar. Esa carga pueden ser ladrillos, madera, sacos de carbón vegetal… cualquier cosa. En medio de la planicie central se ven varambas por las carreteras pero también las hay junto a cualquier mercado esperando a un cliente que tenga que transportar algo. Hay frágiles varambas que son un simple un juego de niños y otras más robustas y “sofisticadas”, incluso con volante, que constituyen el medio de subsistencia de un transportista profesional.
Manakara, una ciudad junto al mar
En el este de Madagascar la ciudad costera de Manakara, de 35.000 habitantes, depara la sorpresa de descubrirnos un nuevo medio de transporte colectivo. Frágiles motocarros con dos bancos y capota en su parte trasera hacen rutas por la pequeña localidad. Lo más sorprendente es que el flamante motocarro cuenta con tres empleados. Un conductor, un cobrador y un ayudante que pone un banquito de madera en el suelo para que los pasajeros, sobre todo mujeres con niños, suban y bajen con mayor comodidad del diminuto transporte.
Manakara está dividida en dos por un canal y por la historia. A un lado la villa africana al otro el área colonial que se reduce prácticamente a una calle con edificios oficiales bien ordenados y un club social, hoy hotel, ayer lugar de reunión de la elegancia local.
Un puente de hierro unía ambas realidades, lo sigue haciendo, pero en 2011 el paso de un camión lo partió en dos y quedó inutilizado para el tráfico rodado. Su enorme estructura oxidada, su pintura levantada narran con elocuencia las razones de su hundimiento: décadas de abandono. Otro puente de hierro, ya fuertemente alabeado, permite aún la circulación de vehículos entre ambas zonas, nadie sabe por cuánto tiempo.
La localidad también tuvo un puerto como atestiguan dos gabarras varadas que ayer transportaban la carga de los grandes buques a tierra y hoy sólo sirven para que los niños pesquen alevines en su fondo inundado. Mires donde mires, parece como si el progreso solo hubiera sido en Manakara un efímero huésped de paso.
Lo que sí permanece es la vida tradicional. En los asentamientos que pueblan los canales de Manakara viven comunidades de pescadores que cada mañana, antes del amanecer, se lanzan al mar en pequeñas y endebles piraguas construidas en un tronco vaciado capaz de alojar a un único tripulante, un mago del equilibrio que lanza las redes, las recoge y rema sin que las olas del Índico vuelquen su fragilísima nave.
Cuando se ve atracada en la arena de la playa una flota de pequeñas piraguas sin pintar, reparadas con parches de madera sin brea y llenas de pequeños refuerzos interiores crece la incredulidad sobre que semejantes cascarones consigan desafiar la furia del océano pero así ha sido cada día durante cientos de años y todo parece indicar que lo seguirá siendo muchos más.
Todas estas realidades el turista puede contemplarlas surcando los canales a bordo de una piragua grande, de construcción no mucho más sofisticada que la de los pescadores pero con cuatro remeros, un patrón y una cocinera que se encargará de preparar el almuerzo.
En el recorrido es posible ver los asentamientos de pescadores con sus habitantes lavando y lavándose en el rio, reparando las redes, descargando algunos pescados o, en el caso de los niños, jugando. Una bola hecha de bolsas de plástico y una cuerda para mantenerlas juntas y configurar su imperfecta redondez puede ser un magnífico balón cuando sobran las ganas de jugar descalzos al futbol.
El mercado de la vida
Da lo mismo estar en una ciudad como Manakara, Antanararivo o Finarantsoa que en un pueblo, el mercado es el punto focal de la vida y la narración más elocuente de cómo viven sus habitantes.
Al europeo, acostumbrado desde hace décadas a comer de todo durante todo el año, le recordará viejos tiempos la estacionalidad de los alimentos de huerta ya que solo se consumen aquellas variedades que son de temporada. Los cultivos de invernadero no existen, la importación mucho menos. Existe, eso sí, una amplísima oferta de variedades de arroz, algo lógico en un país donde el consumo de este grano llega a 400 gramos por persona y día.
La falta de electricidad y la ausencia de neveras -nadie debe de haber nunca soñado aún en ellas – marca también el ritmo con el que se ha de comprar, cada día, y el hecho de que algunos pequeños animales, pollos y gallinas, se vendan vivos.
También el mercado da una buena medida de cómo la pobreza tiene sus gradaciones. En el noveno país más pobre del mundo, mirar alrededor es ver carencias: la ropa, el calzado, la dentadura, las escuelas, el transporte, la electricidad, el agua corriente, las letrinas… Sin embargo, todo mercado tiene un amplia zona dedicada a puestos de comida que consumen todo tipo de personas en tránsito hacia sus tareas o sus casas, pequeños puestos en los que el viajero comprueba que unos pocos ariarys tienen el valor de llenar el estómago con algo caliente.
Hay mercados, los más, que ocupan la linealidad de las calles y donde cualquier trozo de acera o de calzada es bueno para vender un pequeño puñado de objetos o comestibles; y mercados que se ubican bajo techo en los que la luz del día penetra por sus lados abiertos y esculpe en claroscuro un colorido lienzo de verdes frutales, rojos de vísceras o amarillos de especias.Unos y otros mercados abren en canal el cuerpo de la sociedad malgache y dejan al descubierto su interiorior al mostrar lo aspiracional, lo cotidiano y, sobre todo, lo ausente.
Carreteras, arrozales y tumbas
Los viajes por carretera en Madagascar no se miden en kilómetros, sino en tiempo, porque el estado de las carreteras es a menudo capaz de pulverizar cualquier aritmética. Sin embargo, viajar despacio permite contemplar el mundo alrededor. A la vera de las carreteras y caminos fluye la vida. Las personas que transportan su mercancías, los que venden algún comestible a los conductores, los que atienden un horno de ladrillos, los que tratan de ganar unas monedas mostrando un camaleón en una ramita seca…
En una gran parte del país, el paisaje agrícola de Madagascar se desvela como una interminable sucesión de campos de arroz porque el arroz es la base de la alimentación malgache. Se desayuna arroz, se come arroz y se cena arroz y si quieres algo dulce, el koba ravina, pastel de arroz, es la elección más popular, una pasta con forma cilíndrica, envuelta en hojas de platanera y hecha con de harina de arroz, azúcar moreno y cacahuetes machacados.
Pero también desde las carreteras, conforme se transita por el país, se contempla la muerte en forma de monumentos funerarios que el coche va dejando atrás en su camino. Las 18 etnias de Madagascar tienen diferentes formas de honrar a sus muertos. Al alejarse de la capital, Antananarivo, en cualquier dirección se pueden ver en el campo pequeñas casitas de obra que no son otra cosa que tumbas familiares a menudo coronadas con una cruz.
En otras zonas de campo las tumbas pueden ser oquedades en rocas cuya boca se ha obturado con piedras y, camino del parque nacional de Isalo, los monumentos funerarios se hacen tan extravagantes como, por ejemplo, una tumba que recrea un barco como podría reproducir cualquier otra cosa relacionada con la vida o los sueños del difunto. Estas tumbas están rodeadas de cornamentas de cebús, cuantas más haya más se evidencia el poderío económico de la familia del difunto y la abundancia del festejo con comida y bebida con el que se obsequió a los asistentes al sepelio.
El retorno de los muertos
Con todo, la costumbre funeraria que más llama la atención occidental es la famadihana, mal llamada también retorno de los muertos. Entre junio y septiembre, en las Tierras Altas, la etnia de los Merina, de origen malayo, desentierra a sus ancestros, festeja y baila con ellos, antes de volver a dejarlos reposar en sus tumbas.
En realidad, hasta que ha sido enterrado dos veces, un difunto no es un ancestro sino un alma en pena. Por eso sus familiares cada cinco o siete años, exhuman los cadáveres y comparten con ellos un par de días de fiesta multitudinaria en la que los cuerpos en descomposición, sus huesos y restos son tocados por sus parientes, recogidos en mortajas nuevas, empaquetados en esteras y llevados en vilo por decenas de personas que los hacen bailar sobre sus cabezas y los sacuden al ritmo de la música en directo que se contrata para la ocasión. Es una celebración que reúne a los miembros de las familias venidos de distintas partes del país y a la que se invita también a los amigos y a los vecinos del pueblo y a todos ellos se les agasaja con comida y bebida por lo que la celebración resulta muy gravosa para la familia. La famadihana no es un acontecimiento turístico sino privado aunque no es difícil acordar ser invitado a ella si el azar te coloca en el lugar adecuado en el momento preciso.
Antananarivo
Aunque Madagascar es un país grande donde son muchos los destinos a los que el viajero se puede dirigir, cualquier visita a Madagascar comienza y termina en Antananarivo ya que es allí, en la capital, donde se encuentra su aeropuerto internacional.
Con casi millón y medio de habitantes “Tana” no se parece en nada al resto del país, cuajado de poblaciones pequeñas y donde una urbe de 30.000 habitantes ya se considera ciudad. Es ajetreada, populosa, insegura en las noches, más bien sucia, con una flota de taxis muy añejos, con mucha vida y pocas atracciones turísticas.
Aquí y allá los franceses pusieron los toques precisos para montar un bonito decorado: un palacio real coronando una colina, un lago artificial con un monumento a los caídos, una catedral católica, algún bulevar, una estación… pero parece que la representación llegó a su fin y el encanto del cuento se ha acabado.
Aunque los elementos subsisten, una cotidianidad de pobreza lo ha cubierto todo como si fuera una espesa capa de polvo. En 1995 el palacio se quemó, hoy, reconstruido, es una cáscara hueca, sin suelos ni ventanas. En torno al lago se alinean barberos ambulantes y hasta mecánicos sin taller. También está el Hotel Carlton, claro, y unas letras gigantes que, como en Hollywood, escriben en la colina el nombre de la ciudad pero ningún turista sensato se aventuraría al anochecer por este pintoresco paseo. La estación ya no recibe trenes, en el bulevar florecen las bolsas de plástico y desperdicios por el suelo…
Un par de días sobran para ver perfectamente todo lo visitable en Antananarivo y empaparse de la vida capitalina antes de viajar al interior del país o de abandonarlo para dejar atrás esta gran isla singular que un día se separó de África y hoy sigue navegando solitaria por el Índico.
J. Alberto Mariñas
(prohibida la reproducción de textos y fotos sin autorización expresa)
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