Con el nombre de Zafra, pero anclado en las tierras más frías de Guadalajara, este castillo roquero del siglo XII duerme el sueño de los justos en una colina que su presencia hizo inexpugnable y, posiblemente, temida durante siglos.
Como todas las construcciones centenarias que sobreviven al tiempo, las rocas de este templo guerrero tienen un pasado desplomado y un presente reconstruido. Gracias a la iniciativa de un hombre -Antonio Sanz Polo- que lo adquirió y reconstruyó piedra a piedra, el ojo contemporáneo puede contemplar el pasado, al menos el de su figura exterior ya que de las dependencias, en su día capaces de alojar centenares de hombre y caballos, nada queda.

Cada noche de luna nueva, el Castillo de Zafra navega inmerso en una oscuridad profunda que no conoce la contaminación lumínica, una silueta fantasmal recortada contra la vía láctea. En el firmamento, la imagen de millones de años; en la colina, la de centenares; y frente a ambos, el hombre, un ser insignificante cuya vanidad convierte su efímero periplo vital en referencia frente a realidades eternas.

Estas imágenes de una noche solitaria reflejan las realidades ocultas al ojo que sólo la cámara fotográfica es capaz de ver y plasmar.
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